Los últimos días no hemos dejado de escuchar en los telediarios o de leer en la prensa las noticias sobre los naufragios en el Mar Mediterráneo, pero ésta no es una realidad nueva, el fenómeno migratorio ha sido eje articulador de la historia de la humanidad.
El asunto es que estamos en pleno siglo XXI, en la era digital donde todo se sabe, donde la información circula paralelamente a la indignación que genera conocer la crueldad de tantas realidades que millones viven a lo largo y ancho del mundo; pero cuando hablamos de migración, surgen muchas voces.
Hay quienes reclaman una política migratoria más dura, que incluso habla de hundir los barcos vacíos, cuando todavía no hayan salido. Hay quienes piden misiones de rescate y salvamento ante la dureza de la situación, y que se dé inicio a procesos de solicitud de asilo para quienes, por una u otra razón, no pueden retornar a su país, y son muchos los casos.
Pero lo que es una realidad es que el número de personas refugiadas y migrantes que han llegado por el Mediterráneo se ha triplicado, de 70.000 en 2011 a 218.000 en el año 2014 según la OIM.
El problema no acaba aquí.
Hablamos de cientos de personas que pierden la vida a diario, buscando, paradójicamente, una vida mejor. O al menos, intentando no perderla en medio de los conflictos armados que viven en sus países de origen.
Hablamos de mujeres y hombres, de niñas y niños de muy cortas edades, que huyen de situaciones de violencia armada y económica, generada en buena parte por las políticas de los países receptores de inmigración.
Y sí, lo quieran aceptar o no, Europa y EEUU son responsables en parte de esta problemática. No se pueden generar planes de explotación de recursos naturales, materias primas y humanas, sin el acompañamiento de una política de corresponsabilidad social.
Me explico. Desde hace muchos años, gran parte de los recursos con los que se surten las economías europeas y norteamericanas vienen de África y América Latina, desde los alimentos más básicos hasta los carburantes que se comercializan en los mercados energéticos. Pero esto tiene su coste para quienes habitan allí. Entre otras cosas, por lo siguiente:
- Su trabajo en dicha producción está muy mal remunerado.
- Los terrenos de explotación suelen estar en zonas protegidas con un alto valor ecológico.
- Se destruyen con demasiada frecuencia zonas de resguardos donde habitan y subsisten culturas ancestrales, que por razones obvias se resisten a abandonar sus tierras.
Esta claro que hablamos de una pelea entre las hormigas y el elefante, un gigante que es auspiciado y vertebrado por los grandes capitales del mundo; los de las armas y sus lucrativos negocios.
Pero, ¿hay algo sincero en este discurso dirigido a buscar soluciones para detener este drama, o se trata de puro postureo?
Si se quisiese realmente hacer algo, habría que empezar por responsabilizarse de las consecuencias sociales, económicas, culturales y políticas que genera la explotación desmedida de los recursos en los países originarios de la migración.
Pero la realidad es que en 2012 España era donde peor se veía que se destinaran ayudas para la cooperación internacional. Y ya puedo escuchar a quienes dicen que es por la corrupción, que luego se gasta en lo que no es, que si se pierde el dinero en temas innecesarios, etc.
No sobra anotar aquí que esta era la crítica más utilizada para los proyectos que, con una clara perspectiva de género, eran puestos en marcha por miles de mujeres, que de diversas maneras ayudaban al desarrollo de sus comunidades.
Sí, proyectos en materia de igualdad, que con su sola mención en épocas de crisis desatan la retahíla: en fin, el típico ya bastante mal estamos aquí, para estar gastando en otros…
Pero frente a esa resistencia, tenemos el ejemplo de entidades tan indispensables como comprometidas, como son ACNUR, PNUD, UNICEF, Alianza por la Solidaridad, Oxfam y otras tantas, que no solo hacen un trabajo imprescindible, sino en muchas ocasiones, valiente.
Trabajan en la búsqueda de esa estabilidad que permita vivir con dignidad y empoderarse en la búsqueda de su verdadero desarrollo a las personas que se ven beneficiadas por sus proyectos.
Mujeres y hombres que se trasladan a los países donde se llevan a cabo estos proyectos, que cambian sus vidas, destinándolas a una verdadera solidaridad con otras personas, que se ocupan de investigar, crear y desarrollar verdaderas estrategias de colaboración.
Personas que, eso sí, por muy buena intención que tengan, no podrán llevar a cabo sus proyectos sin unos presupuestos dignos para tal fin. Y es aquí donde quiero incidir.
La solidaridad de la ciudadanía siempre es bien recibida. Las aportaciones desinteresadas de tantas personas han permitido que muchos de estos programas se mantengan; pero eso no puede eximir a los gobiernos de los países responsables de la explotación de recursos y beneficiarios de los mismos -ni a las grandes empresas multinacionales- de desarrollar políticas serias y constantes de responsabilidad social.
Europa y sus agentes económicos no pueden dejar de corresponsabilizarse con los efectos que se generan debido a sus excesivas explotaciones, porque el resultado está claro.
Si no les dejamos vivir en unas condiciones de dignidad, saldrán a buscarlas donde sea necesario, incluso si en el intento pierden sus vidas.
Este artículo se publico originalmente en El Huffington Post.