«El lenguaje que dice la verdad, es el lenguaje Sentipensante. El que es capaz de pensar sintiendo y sentir pensando.»
Eduardo Galeano
A veces creo que nací en la época equivocada, porque funciono con principios y valores que están en vía de extinción y amo cosas que ya no se valoran.
Y no es que crea que los tiempos pasados fueron mejores, sino que le pregunten a nuestras abuelas y madres, a todas aquellas mujeres que han luchado durante cientos de años para conseguir el reconocimiento social de los derechos que hoy tenemos; como dice aquella frase de Kate Millet: «lo personal es político» y sí, aplica para todo.
Vivimos en un mundo que nos hiperconecta, saturándonos de información que se supone nos acerca y facilita la interacción con otras personas, que nos permite expresarnos y exteriorizar libremente sentimientos, pensamientos, ideologías, teorías, emociones; pero de qué nos sirve todo esto, si los principios y los valores que antaño se luchó por construir y defender, se desmoronan.
Me explico…
Nos encontramos ante un panorama, a mi parecer cada vez más confuso, donde la palabra pierde significación y es utilizada de manera banal, sin tener en cuenta lo que significa, lo que lleva en cada una de sus letras y sin pensar en todo aquello que puede llegar a transformar, construir o destruir, jugándose así el peor de sus finales, la pérdida de su credibilidad y significación.
Si utilizamos la palabra de éste modo, estaremos jugando con una de las pocas cosas, que en sociedades como las nuestras -llenas de individualismo, intereses, intrigas, fanatismos y falsedades- debería generar espacios dignos de ser vividos con tranquilidad y felicidad, donde se pueda creer y confiar, tanto en la palabra que decimos, como la que escuchamos o recibimos; hablamos de no perder la posibilidad de «el creer en el/la otro/a».
El problema no es qué se dice o qué no, ni quién lo dice, ni siquiera cómo lo dice; el problema es saber si se puede creer o no, con tantos principios y valores en vía de extinción, esa es la cuestión.
A diario se escriben millones de palabras en el mundo, se escriben poemas y letras de canciones, se construyen teorías, se escriben libros, se publican artículos, se mandan mensajes, se comparten millones de tweets o post en las redes sociales, pero ¿hasta dónde cada una de las palabras que les conforman han pasado por ese verdadero proceso de valoración entre lo que sentimos y pensamos?
Y no olvidemos la otra parte de la construcción de su significación, aquello que le da coherencia: ¿qué estoy dispuesta a hacer para que cada una de esas palabras cobren sentido en la realidad? Palabras y acciones, eso que conocemos como la praxis.
Las letras se las lleva el viento, quedan en el papel o en la pantalla, pero su contenido o significación para quien las da, deberían determinar el rumbo que éstas tomen, pero también para quien las recibe, porque son lo que las dota de realidad y credibilidad.
Desafortunadamente el problema no es qué se dice o qué no, ni quién lo dice, ni siquiera cómo lo dice; el problema es saber si se puede creer o no, con tantos principios y valores en vía de extinción, esa es la cuestión.
Aún así arriesgarnos será necesario o de lo contrario podemos perder del privilegio de conocer palabras venidas de personas excepcionalmente ‘sentipensantes’, como diría Galeano que dicen los pescadores en la costa colombiana.
Artículo publicado originalmente el 2 de mayo de 2017, en el Huffington Post.